Los antecedentes históricos de la biblioteca y los modernos centros de información, se encuentran en la más remota antigüedad. Antes de la era cristiana existían bibliotecas en Egipto y Mesopotamia. En ese entonces se hablaba de biblioteca en el estricto sentido de la palabra, ya que se trataban de grandes cuartos o salones donde únicamente se almacenaban las tabletas de barro que contenían los conocimientos más vanzados de la época. Con el paso del tiempo, el material que se utilizaba para escribir fue cambiado, debido a que dichas tabletas se deterioraban con gran facilidad, entonces fueron sustituidas por el papiro, al cual posteriormente lo reemplazó el pergamino (hecho de piel animal). Las tabletas de barro son los documentos más antiguos que se conocen, fueron descubiertas en Mesopotamia y datan del tercer milenio antes de Cristo. Estas tabletas grabadas, contenían títulos de propiedad, transacciones de tipo económico, cuentas y una gran variedad de textos dedicados a la astronomía, medicina y matemáticas.
La biblioteca más antigua de la que se tiene noticia, es precisamente del tercer milenio antes de Cristo; estaba en el interior de un templo de la ciudad de Nippur, en la antigua Babilonia. Sus acervos constaban de primitivas formas del libro consistentes en tabletas de barro y rollos de papiro. Entre las bibliotecas egipcias más notables figuran las de Tebas y la de Karnak, aunque investigaciones recientes han dado a conocer otras bibliotecas que fueron famosas, como la encontrada en Tell El-Amarna, por ejemplo, una ciudad egipcia del segundo milenio antes de Cristo. En Mesopotamia, se encontraban en los centros más famosos de la civilización Asirio-Caldea y entre ellas sobresale la que poseía Sardanápalo (668-627 a. de C.), el último de los grandes reyes de Asiria, que atesoraba más de veinticinco mil tablas, con transcripciones y textos prolijamente recopilados de templos de todo el reino.
La biblioteca de Alejandría
Pero de todas las bibliotecas de la antigüedad, la que sin duda sobresale es la Biblioteca de Alejandría, la cual en el año 290 a. de C., por orden de Tolomeo I, rey de Egipto y a instancia de Demetrio Faléreo, comenzó su construcción. Sin embargo es difícil de estimar el número preciso de documentos con que contaba esta maravillosa biblioteca, pero parece probable que contuviera cerca de setecientos cincuenta mil volúmenes, cada uno de ellos un rollo de papiro escrito a mano. Los reyes griegos que se establecieron en ese entonces en Egipto y que sucedieron a Alejandro, tenían ideas muy serias sobre el saber; apoyaron durante siglos la investigación y mantuvieron la biblioteca para que ofreciera un ambiente adecuado de trabajo a las mejores mentes de la época.
La biblioteca de Alejandría constaba de diez grandes salas de investigación, cada una dedicada a un tema distinto; había grandes fuentes y columnatas, jardines botánicos, un zoológico, salas de disección, un observatorio astronómico y, una gran sala comedor donde se llevaban a cabo con toda libertad, las discusiones críticas de las ideas de aquella época. El núcleo de esta biblioteca era pues su impresionante colección de libros. Los organizadores de esta, escudriñaron todas las culturas y lenguajes del mundo. Enviaban a propósito agentes al exterior para comprar otras bibliotecas enteras. Los buques de comercio que arribaban a la ciudad de Alejandría donde se encontraba, eran registrados minuciosamente por la policía, y no en busca de contrabando o mercancía ilegal, sino de libros y otra clase de documentos. Los rollos encontrados eran entonces confiscados, copiados íntegramente y devueltos luego a sus propietarios.
Esta verdadera unidad de información del mundo antiguo tuvo sin embargo un final trágico. La civilización clásica que la creó, acabó desintegrándose y la biblioteca fue destruida deliberadamente. Sólo sobrevivió una pequeña fracción de sus obras (alrededor de cincuenta mil) junto con unos pocos y patéticos fragmentos dispersos. Y qué tentadores para los investigadores actuales son estos restos y fragmentos. Sabemos por ejemplo, que en los estantes de la biblioteca había una obra del astrónomo Arsitarco de Samos, quien ya en esa época sostenía que la Tierra es uno de los planetas, que orbita el Sol como ellos, y que las estrellas están a una enorme distancia de nosotros. Cada una de estas conclusiones es totalmente correcta, pero tuvimos que esperar casi dos mil años para redescubrirlas. Si multiplicamos por cien mil nuestra sensación de privación por la obra de Aristarco, empezaremos a apreciar la grandeza de los logros de la civilización clásica y la tragedia de su destrucción. Hemos superado en mucho la ciencia que el mundo antiguo conocía, pero hay lagunas irreparables en nuestros conocimientos históricos. Imaginemos los misterios que podríamos resolver sobre nuestro pasado, si todos los documentos que tenía la biblioteca de Alejandría pudieran haber llegado intactos hasta nuestra época actual. Sabemos, por ejemplo, que había una historia del mundo en tres volúmenes, perdida actualmente, de un sacerdote babilonio llamado Beroso. El primer volumen se ocupaba del intervalo desde la Creación del Mundo hasta el Diluvio, un período al cual atribuyó una duración de 432,000 años, es decir, cien veces más que la cronología del Antiguo Testamento; sólo nos queda preguntarnos cuál era exactamente el contenido de estos volúmenes desaparecidos.
Por lo general, las bibliotecas en la antigüedad no estaban abiertas al público, sino que se les destinaba al uso exclusivo de científicos, sacerdotes y gobernantes. En Nínive y Babilonia había talleres de copistas, semejantes a los que después existieron en los monasterios durante la Edad Media.